Mis raíces- Relato
Yo nací en La Palma, una preciosa isla que ha sido la inspiración de muchos de mis relatos y creaciones. He de decir que me encanta escribir sobre mis raíces, forman parte de mi historia y de alguna manera siempre me mantengo conectada a ellas.
Hay muchos escritores que también se inspiran en sus orígenes para plasmarlos en sus obras. Un buen ejemplo es Chimamanda Ngozi Adichie; ella es una escritora nigeriana muy conocida en la actualidad, ganadora del Commonwealth Writers' Prize. En muchas de sus obras, su país, su familia y sus raíces se pueden encontrar a medida que te adentras en sus letras. En La flor púrpura, ella habla sobre lazos familiares, la adolescencia y la represión de su pueblo. Un fragmento del libro nos cuenta:
"Todo empezó a desmoronarse en casa cuando mi hermano, Jaja, no fue a comulgar y padre lanzó su pesado misal al aire y rompió las figuritas de la estantería. Acabábamos de regresar de la iglesia. Madre dejó las palmas encima de la mesa y subió a cambiarse. Más tarde, las entrelazó formando unas cruces que se combaban por su propio peso y las colgó en la pared, bajo la foto de familia enmarcada en dorado. Allí se quedaron hasta el siguiente Miércoles de Ceniza, día en que las llevamos a la iglesia para incinerarlas. Padre, que como el resto de oblatos lucía vestiduras largas de color gris, ayudaba cada año a distribuir las cenizas. Su fila era la más lenta porque se esmeraba en presionarlas con el dedo pulgar para formar una cruz perfecta en la frente de cada feligrés mientras pronunciaba despacio, dando sentido a cada una de las palabras, «polvo eres y en polvo te convertirás»."
Y después de este maravilloso fragmento, como siempre, les dejo mi pequeña aportación. Este es un relato que escribí en agosto de este año, y que presenté al concurso de #historiasdeviajes de @zendalibros. Deseo que disfruten de la lectura de Mis Raíces.
Todos los viajes contienen historias y todas las historias te llevan a un viaje. Por eso, voy a contarte la mía.
Cada verano, voy con mi familia a la Palma, la isla donde nací. Me gusta disfrutar de su tranquilidad, de sus paisajes de cuento, del olor a mar, del sabor de su gente, y del calor de la mía. Al llegar a la isla, nos instalamos en la casa de mis padres. Allí el aire te hace olvidar el ruido de la ciudad y el cielo te invita a quedarte para siempre. Aunque sabíamos que este verano era diferente, nos propusimos desconectar un poco. Nos hacía falta respirar salitre, llenarnos de tierra. Disfrutábamos tanto, que no queríamos pensar que pronto volveríamos a envolvernos de realidad. Intentábamos olvidarla a ratos, pero estaba, y mantenía nuestros ojos siempre abiertos a lo que estaba sucediendo en el mundo. Hablábamos mucho de ello y aunque allí nos sintiésemos protegidos, las noticias que llegaban a diario, nos hacían recordar lo vivido.
–Estos últimos meses han sido duros – dije en voz bajita como si no quisiera pensar en ello.
–Y lo que nos queda – añadió mi madre haciendo una mueca. Ella es una mujer muy guapa y muy sabia, incluso cuando hace muecas.
Se acercaba el día de nuestro regreso y aún no había hecho algo que mi padre y yo habíamos desde planeado hace tiempo. Era una tranquila tarde de verano, exactamente el primer día de agosto, mi padre ya lo había preparado todo, esa tarde, plantaría mi primer árbol.
–Tus hermanos ya tienen el suyo, así que es tu turno – dijo mi padre ilusionado.
– Vamos a ello – contesté con una gran sonrisa –. Deseaba hacerlo, me recordaba a cuando era una niña, cuando hacíamos cosas juntos. Ya teníamos incluso su nombre. Me preparé por completo para ese momento. Él ya lo tenía casi todo listo, guantes, utensilios, un gran cubo con agua, mucha tierra, y mi pequeño árbol. Cuando íbamos caminando hacia el lugar elegido para plantarlo, pensé en lo importante que era ese momento. Siempre se ha dicho que plantar un árbol es algo que hay que hacer al menos una vez en la vida, y yo quería saber porqué. Varios miembros de la familia me siguieron, entre ellos mi hija pequeña, me hacía ilusión que lo viviese conmigo. Me gusta pensar que los momentos más simples pueden convertirse en extraordinarios, así que era apasionante saber que tendríamos una historia que contar.
–Los árboles son fuertes y sabios, sobreviven a las inclemencias del tiempo y viven muchas historias –, le conté a mi hija como si fuese una experta en ello, y aunque no sabía nada de árboles, sí sabía mucho de historias.
Con mucho cuidado y tremendamente encandilada por lo que estaba haciendo, seguí las indicaciones de mi padre al pie de la letra. Él era mi maestro de árboles, y de vida claro, eso siempre. Quise hacerlo muy bien, no quería perderme ni un detalle. Preparé la tierra, lo planté y lo regué lentamente. Me fijé en sus hojas, tenían un verde intenso y eran muy pequeñas, pero miraban al cielo como queriéndolo alcanzar. «Crecerán orgullosas y libres», pensé. No podía hablar mucho, quizás no sabía cómo expresar todo lo que sentía por dentro. Empezaba a comprender porqué plantar un árbol era tan especial. En aquel momento sentí que podía seguir creciendo, como mi árbol.
Ese fue uno de los días más especiales de mi viaje. Ese día viajé al pasado y miré al futuro, me empapé de historias, me arraigué en la tierra, me entregué al tiempo y me hice un poquito más sabia, y un poquito más fuerte.
Ese día, me hice árbol.
Lorena G.P
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