Historias rurales- El Relato
“El hombre de hoy usa y abusa de la naturaleza como si hubiera de ser el último inquilino de este desgraciado planeta, como si detrás de él no se anunciara un futuro. La Naturaleza se convierte así en el chivo expiatorio del progreso”. (Discurso de recepción en la Academia de la Lengua. Madrid, 25 de mayo de 1975).
A continuación, les dejo mi relato. Espero que disfruten de la lectura tanto como yo lo hago cuando escribo.
El patio del aljibe
Sentarse en el patio, junto al aljibe, era uno de los momentos favoritos de Felisa. Cada vez que la visitaba, ella estaba allí, en el mismo lugar, con la mirada puesta en el venir de los años. Ir allí, era un auténtico viaje en el tiempo, todo era muy antiguo y bastante diferente a donde yo vivía. Cuando entraba en aquel patio, los listones de madera crujían como si quisieran saludar, y yo, ingenuamente, siempre pensaba que se alegraban de verme de nuevo.
Felisa era mi bisabuela. En mi recuerdo se conserva la imagen de una mujer admirable, fuerte y centenaria, con mucho que contar, pero de muy pocas palabras. Yo era muy pequeña cuando se marchó, pero cuando rebusco en mi memoria, hay cosas de ella que siempre encuentro. Tengo la imagen de sus dobladas y viejas manos, que descansaban apoyadas en un bastón de madera que se había fabricado ella misma; tampoco puedo olvidarme del pañuelo que envolvía su cabeza, cuando lo llevaba, su cara parecía aún más huesuda de lo que ya se la hacía el tiempo o el pasar de los años. El pañuelo que yo recuerdo siempre tenía el mismo color, negro. Yo pensaba que era un color que le gustaba mucho, hasta que descubrí que lo llevaba por respeto a cualquier persona que abandonara este mundo antes que ella. Me imagino que en algún momento de su vida, llegó a ser estampado, o de algún otro color, pero el que conservo en mi memoria, era tan negro como la sombra que hacía el aljibe al ponerse el sol.
No hacía falta que Felisa hablara para saber lo sabia que era. Un día, me pidió que le alcanzara agua del aljibe. Cogí el cubo que estaba atado con una cuerda, abrí la tapa y lo lancé con fuerza. Tuve que ponerme encima de una piedra y alongarme un poco para hacerlo. Recuerdo que casi me caigo y que noté como una sensación de vértigo un poco extraña, sin embargo, no tuve miedo, al contrario, estaba emocionada, era la primera vez que alguien me dejaba coger agua del aljibe. Afortunadamente, había llovido mucho durante el invierno, así que no tuve que bajar mucho el cubo, para subirlo, me costó un rato, pero lo logré. Lo puse en el suelo y le serví el agua en un vaso de latón que ella tenía siempre a su lado.
—Mamá nunca me deja coger agua del aljibe, ni siquiera puedo acercarme a él.
—Lo sé, por eso te lo he pedido. Aunque eres pequeña, eres fuerte y lista, y lo único que te ha pasado es que has aprendido.
—Ya lo comprendo abuela, nunca lo hubiese intentado si no me lo hubieras pedido...¿Puedo seguir aprendiendo de ti? —le dije con tono nervioso.
—¡Pues claro!, de mí, de ti y de todos. Aprender es lo más valioso que te dará la vida.
—¿Tú has aprendido mucho, verdad abuela?
—Yo seguiré aprendiendo aún cuando me haya ido de este mundo. —Fueron sus palabras antes de beber el último sorbo de agua. Por la cara que ponía, parecía que el agua tenía algún sabor. Ni siquiera los diminutos bichos que había nadando en ella, le hacían cambiar de opinión sobre los beneficios que tenía para su salud.
Yo sabía que mi bisabuela había vivido tantos años porque era una mujer de campo, o eso por lo menos me decía mi madre. Su vida fue muy dura, pero simple, nunca necesitó grandes cosas para ser feliz. Ella siempre lo contaba orgullosa. Trabajó desde muy niña y nunca salió del pueblo, su pueblo era su refugio, y su casa, su abrigo. Una vez nos dijo que si algún día tenía que marcharse de allí, cambiaría el nombre, que ya no sería nunca más... Felisa.
Un domingo que fuimos a verla, mi bisabuela Felisa ya no estaba. Su bastón estaba trabado en una de las maderas del suelo. Le oí decir a mi madre algo de un hospital y una cadera, pero yo no entendía nada, solo sabía que quizás ya se hubiera cambiado de nombre.
Pasó mucho tiempo para que yo volviera a pisar aquel patio. Me había convertido en una auténtica chica de ciudad a la que ya no le importaban los secretos del aljibe o las historias de campo. Sin embargo, muchos años después, sentí la necesidad de volver de nuevo. Quizás lo único que quería era volver a rememorar la importancia de lo simple, de la vida y de los años. El aire del campo me sentaría bien; al fin y al cabo, me había pasado los últimos meses en una cama de hospital y respirar aire puro sería sin duda, un regalo.
La casa estaba cerrada, pero pude acceder al patio sin problema. Había pasado tanto tiempo que las maderas hacían más ruido que el que recordaba. Me senté en el mismo sitio que ella. Pensé en sus manos, en su pañuelo y en su vaso de latón. Estuve allí un buen rato. Mi mirada se detuvo en el aljibe, el cubo seguía allí, solo tenía un poco de herrumbre por el paso del tiempo. Cerré los ojos por un segundos y me pareció revivir aquellos momentos. Me acerqué al aljibe e hice lo mismo que hacía cuando estaba ella. No tuve que subirme a ninguna piedra, pero mi cuerpo aún estaba débil y apenas podía tirar del cubo para sacar el agua, aunque como siempre, saqué fuerzas y lo hice. Eso no se me había olvidado. No había vaso, así que cogí el agua con mis manos y comencé a beberla a sorbos, tal y como lo hacía ella; entonces, recordé las palabras de mi bisabuela y me sentí aliviada.
«Sigo aprendiendo y seguiré hasta cuando me haya ido de este mundo».
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