La casa con escaleras
Subí las escaleras como si fuese a encontrar recuerdos de mi vida en cada peldaño, como si al llegar a mi destino, todas las personas que había conocido a lo largo de mi vida, fuesen a estar allí, en aquel lugar, en aquel rincón de la ciudad, en aquella casa con escaleras.
Llegué a un largo pasillo que me conducía a su vez a otra puerta, y me impresionó el olor que desprendía. No sabía si me recordaba a algo, pero desde luego, me invitaba a quedarme. Está limpio, pensé. Siempre he relacionado los olores con situaciones que han acontecido en mi vida, al fin y al cabo, los sentidos son nuestra forma de conectar con el mundo, y el del olfato se había desarrollado en mí de una manera muy especial.
Aunque hubiera querido tocarla mil veces antes de entrar, toqué la puerta solo una vez. Estaba muy nerviosa. Demasiado. Había puesto muchas expectativas en aquel día.
Una mujer de avanzada edad abrió la puerta de manera muy pausada. La expresión que pude notar en su cara no era la que me había imaginado; debía entenderlo, era nuestro primer encuentro. Después, al mirarme de nuevo, su gesto comenzó a transformarse y me respondió con la sonrisa que yo le había enviado. La mía sí había sido premeditada, no quería que se me notase que estaba muerta de miedo.
—Bienvenida —me dijo moviendo su mano e invitándome a entrar.
—Gracias, necesito limpiarme los pies ya. Fuera está lloviendo —le dije para empezar la conversación, y enseguida me reprendí por mi respuesta porque no quería que fuese así mi comienzo.
—Claro, ¿necesitas algo más? —me respondió con una voz muy dulce.
—No gracias, solo entrar de una vez… por favor.
Aquella respuesta fue aún más cortante que la anterior, no tanto por las palabras sino por la manera en la que las dije. No sabía qué me estaba pasando, pero lo que tenía claro es que, una vez dentro, ya no habría momento para seguir fingiendo.
El piso era bastante antiguo, con un cierto aire actual, por lo que supuse que había hecho algunas reformas. La mezcla de estilos y épocas, llamaba mucho mi atención. Las paredes de papel pintado se vestían con ilustraciones de personas muy variopintas y encima de los muebles que había en los pasillos, pude ver un montón de objetos antiguos haciendo contraste con las modernas lámparas que iluminaban la casa. La casa estaba muy bien, se apreciaba el cariño con el que la cuidaba.
Fuimos a una de las habitaciones que daban a la calle trasera. Allí la decoración era muy simple, dos sofás orejeros cerca de la ventana y una gran estantería con libros. En el centro, una mesa redonda. Encima, dos jarras y algunas tazas, acompañadas de unas pequeñas bandejas llenas de galletas de diferentes formas.
—¿Te apetece tomar algo?, ¿café?, ¿zumo?, ¿quizás un té? —continuaba diciéndome en tono dulce.
—Me apetece algo caliente, gracias. Me tomaré un café —le dije sin ni siquiera pensar en que el café aceleraría aún más mi corazón de lo que ya estaba.
Mientras me servía el café en la taza y me ofrecía también algunas de sus galletas, comenzaron las preguntas.
—¿Sabes bien quién soy yo y porqué estás aquí? —su tono no dejaba de ser cordial. —No quiero engañarte…mira cariño…—cuando me dijo esas palabras mi expresión se tensó aún más. —Muchas personas que vienen aquí, esperan que su vida cambie para siempre y me piden saber qué pasos dar y cómo hacerlo. Esperan controlar su vida.
—Eso es lo que yo espero, por eso he venido —mi tono seguía siendo un poco defensivo —No me imagino una vida como la que tengo ahora. No la quiero.
—Entiendo. Sé que estás aquí por eso, pero no voy a poder dártelo, eso es imposible, nunca pasa, ni siquiera conmigo —respiró muy hondo y continuó —Si quieres, puedes marcharte ahora —.Y ese fue el único momento en el que su voz se tornó seca y dura.
—Pero me habían dicho que usted arregla vidas —le dije con lágrimas en los ojos y un timbre quebrado.
—Yo no arreglo nada, yo solo creo.
—¿Creer?, no lo entiendo, ¿creer en qué? —mis expectativas se estaban esfumando en cada palabra que pronunciaba, aunque algo me decía que no debía irme, aún no.
Mi cuerpo se dejó caer en aquel sillón, me dolían los ojos y comencé a sentirme débil, vulnerable. Miré por la ventana y el reflejo de la lluvia en el cristal me embelesó por unos instantes. Mantuve unos minutos de silencio; en aquellos momentos, las palabras se entorpecían en mi mente y mi boca no sabía cómo hacerlas salir. Antes de hablar, miré a mi alrededor intentando encontrar algo que me diese una pista, algo que tuviese la respuesta que esperaba. En la estantería, varios libros antiguos, y en la puerta, una pequeña nota que decía: Mi mente es mi casa y la limpio.
Aquella nota hizo que me diera un vuelco el corazón. Las palabras comenzaron a ordenarse de repente, pareciendo obedecer. Entonces, le pregunté de nuevo, esta vez más convencida de la razón de mi visita.
—Di-dime…dime ya en lo que crees por favor — le recalqué con voz tranquila a pesar de que a mi boca todavía le costaba colocar bien las palabras.
Ella, que llevaba toda la mañana limpiando para recibirme, me dijo:
—En las personas, cariño, eso es en lo que creo.
Ahora el olor del café parecía recién molido.
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