Lo que el mar sabe

Mar. Lo tengo impregnado en la piel como quien se lleva el perfume de alguien después de darle un abrazo. Se queda. Y cada vez que respiras hondo, el corazón te da un vuelco al recordarlo. No creo que haya pasado ni un solo verano sin sentir el salitre por dentro, y si eso ha ocurrido, puede que mi mente haya borrado ese recuerdo. Soy de mar, lo sé desde hace tiempo.


Verano. Un día de tantos de mis locos veranos, comprendí lo importante que era el mar para mí. Tal fue la conexión aquel día que aún sigo marcándolo en mi calendario.


27 de julio. Ese día me levanté con ganas de mar. No quise preparar mucho mi mochila, así que metí lo imprescindible, agua y una toalla. Ni siquiera puse un libro. Nada más. Quería centrarme en él, y en mí, lo necesitaba.  Al llegar al camino que bordeaba la playa, vi que no había mucha gente y me alegré. Aquella costa no era muy grande pero tuve que caminar un poco más hasta un sitio llamado el Acantilado Azul, conocido por tener las corrientes más fuertes de toda la zona. Era un lugar estratégico entre las rocas, allí nadie podría verme a menos que quisieran hacer lo mismo que yo, desaparecer. 


Playa. Aquella era también la playa en la que mis amigas y yo pasábamos el día  jugando a las cartas y tomando el sol. Solíamos reír mucho, sin embargo, tenía la sensación de que reíamos más y mejor hace unos años, porque aquel año, algo en nosotras había cambiado.


Cuerpos. Los mismos que llevábamos a clase, nos acompañaban al cine y se bañaban en la playa, empezaron a ser nuestros centro de atención, allí más que en cualquier otro sitio. Éramos incapaces de disfrutar de ellos sin dejar de pensar en aquellas miradas que se cruzaban en la arena y que sentíamos como espadas que se clavaban al pasar. A veces bromeábamos con que los juicios estaban esperando en la orilla a que llegásemos. No éramos conscientes de lo que pasaba, ni del daño que nos hacía. Pensar en eso me entristecía, no quería que el mar, que me había hecho la persona más feliz del mundo, se convirtiera en un lugar non grato por culpa de un cuerpo, el mío. 


Sola. Por eso fui sola. No tenía ganas de comparaciones, de medidas perfectas, de meter barriga, de apretar mis muslos, arreglarme el pelo, mirarme la cara, quitarme la arena, colocarme el bikini, y no jugar por miedo a que mi cuerpo no fuese lo suficientemente bueno para ser admirado, o todo lo contrario. No quería miradas de más o baños de menos por no caminar hasta el mar. 


Meta. Sí. Llegar hasta el mar era mi mejor meta. Con mis amigas siempre lo hacía entre risas, pisando fuerte, para que no se me notase demasiado, y cuando el mar me cubriera entera, poder respirar tranquila. Y allí, en el mar, sentir la libertad que en aquel momento no me daba la arena. 


Libre. Así quería sentirme cuando me quité la camiseta aquel 27 de julio. No recordaba que llevaba el bikini azul. Me lo había puesto tan deprisa que la parte de arriba estaba al revés, y los lazos que debían sujetarse a mi cuello, estaban sueltos. Me dio bastante igual, quería estar cómoda, así que  me quité la parte de arriba y me tumbé en la toalla con una sonrisa indiferente. Ese día, hasta el sol parecía respetarme. Sentía sus rayos en mi piel, pero era como si me acariciasen con dulzura, no con el calor extremo con el que a veces me azotaban. 


Perspectiva. Confieso que miré muchas veces atrás, que alguien me viese así, no entraba en mis planes. Aunque creo que muy dentro de mí, quería que ocurriese. Mejor así, siendo yo. Cuando recordé que lo único que necesitaba era eso, me dediqué a mirar al horizonte. Empecé a pensar que aquella raya perfecta que se dibujaba en el mar, también temblaba y se hacía difusa a veces, y aún así, seguía siendo bella. 


Flotar. Me encantaba meterme en el mar y flotar, nada más que eso. Aquel día, el mar estaba bastante revuelto, pero no me importó, era mi refugio. Yo sabía nadar perfectamente, me había pasado muchos veranos en cursillos de natación así que mi técnica era, por así decirlo, aceptable para defenderme en mar abierto. Nadé un poco hasta alejarme unos metros de la orilla y me dediqué a bracear boca arriba, sintiendo el suave roce del agua y escuchando el ruido del mar chocando con las piedras del fondo. Y con ese suave meneo, el mar me había llevado lentamente hasta donde estaba el temido remolino del acantilado. Justo allí, donde todo estaba más azul. Sentí que una presión muy fuerte me llevaba hacia las rocas. Quise nadar, pero no avanzaba. El remolino tiraba de mí con fuerza y por mucho que nadara, acababa una y otra vez en el mismo sitio. Mi cuerpo comenzó a temblar por el esfuerzo. El mar, mi mar, me había puesto un reto demasiado grande. Esta vez puede que quisiera enseñarme algo. ¿Y si me quedo aquí? Paré de nadar y me dejé mecer por él cerrando los ojos. Al abrirlos, me di cuenta de que me había llevado fuera de las corrientes. ¡Nada!, ¡nada ahora!, me dijo una voz interna. Apenas tenía fuerzas para hacerlo pero tenía que intentarlo. Llegué a la orilla exhausta, temblando de miedo y de frío. Había tragado agua y casi no podía caminar. Me quedé allí durante un rato, dejando que el mar tocara mis pies. Después, me miré detenidamente, la sal de mi cuerpo parecía haberse adherido para siempre. 


Mejor. Si tuviese que elegir el mejor verano, ese sería el mío. Tenía 16 años y mi cuerpo era perfecto tal y como era. El mar me lo dijo, y yo, le creí. 


Comentarios

Entradas populares